No era exactamente como le recordaba. Siempre supe cómo llegaba a ser de intenso el brillo de su mirada, que me cegaba, así como su suave piel que en ocasiones, he de confesar, me perdía en ella e imaginaba un dulce lugar en el cual sueña incluso el más perspicaz. Llegado a tanto fue el tiempo que nos distanció y tan pequeño su afán por retomar aquellos instantes, que perdí la conciencia, incluso, de dónde estaba en cuanto le vi.
Olvidé las sensaciones que corrían por mi cuerpo; desde los pulmones, que me oprimían levemente y dificultaban mi respiración, continuando por mis venas, las cuales, frías y azules corrían con más fuerza hacia el corazón, pensando que allí estarían a salvo; pero no sabían que la adrenalina era culpable de su fugaz latido.
Sus brazos fueron la protección y el auxilio que me exigía mi corazón desde hacía tiempo, pues se habían acostumbrado ya al frecuente aunque inestable cariño como el que llegaba a dar él. Reconfortó y compensó en cierto modo mi paciencia. En ocasiones merece la pena; como suelen decir: “lo bueno se hace esperar”.
A pesar de las experiencias revividas que estaban destinadas a ser pasto del olvido en cuestión de segundos, en cambio, siempre tuve presente el amor incondicional que le tenía, ya nunca permitió que algo tan sumamente insignificante como la distancia temporal pudiera interferir en su cariño que me cobijaba en días de desamparo en los que soñaba despierta sobre su piel morena.
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