Recuerdo aquella hilera de montañas en las que la nieve, perezosa, alargaba la estancia del invierno por la nostalgia de no volver a ver aquellas vistas en mucho tiempo. Sin embargo, los primeros colores cálidos que adquirió el gélido césped en forma de infinidad de especies florales fueron evocadores y esperados por muchas abejas que no dudaron en acercarse a ellas; tímidas, eso sí, ya que el fío que aguardaba en unos colores tan vivos les desconcertaba, haciéndoles mantener una distancia prudente.
El lago cristalino, profundo a primera vista, hacía ya tiempo que el brillante sol lo había descongelado, creando en él un atractivo efecto espejo en el que se reflejaban los pájaros más valientes e impacientes por retomar su vuelo. Surcaban el cielo, ligeros, en el cual las nubes esponjosas y blancas como la escasa nieve de las más altas cordilleras tapaban a intervalos cortos los cálidos y dorados rayos de Sol.
Los frondosos árboles dominaban el valle, mientras que sus hojas pedían a voces sordas no ser arrancadas por un impetuoso viento primaveral, ya que sabían que añorarían aquellas ramas en las que crecieron. Sobre ellas, la intensa claridad despertó a los pequeños animales de sus nidos, en un intento de allanamiento de morada, el cual veían injusto e innecesario hasta que todos ellos contemplaron aquel espectáculo que les estaba esperando fuera.